Paul Auster y su "Diario de invierno"

A sus sesenta y cuatro años Paul Auster acaba de publicar “Diario de invierno”, unas cortas memorias narradas en segunda persona y sin orden cronológico, como si fueran recuerdos trasladados al papel a medida que iban llegando a su cabeza, quizás durante esas noches en las que abandonaba la cama en dirección al sofá tras sufrir los codazos de su mujer, la también escritora Siri Hustvendt, por roncar. Son recuerdos que, como nos ocurre a cualquiera de nosotros, van fluyendo sin seguir un orden en el tiempo, un recuerdo te conduce a otro que puede ser anterior o posterior. Escribe este libro en un momento en el que, como él mismo dice, siente que ha entrado en el invierno de su vida, que se ha cerrado una puerta y se ha abierto otra.

 

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Cuando en el año 2006 le concedieron el “Premio Príncipe de Asturias de las Letras” el jurado destacó que “Auster ha conseguido atraer a jóvenes lectores”. Ni yo era tan joven tres años antes de la concesión de ese premio, ni era necesario que alguien me atrajera hacia el mundo de la lectura, pero la primera vez que leí una novela suya, el “Libro de las ilusiones”, sí que me rescató del aburrimiento en el que estaba cayendo después de leer varios libros de otros escritores que me habían resultado tediosos. Poco después leí “La noche del oráculo” que aún pareciéndome bastante más “endeblita” también me entretuvo (por cierto, es de esta novela de donde saqué el Trause con el que firmo, me sentí Sherlock Holmes al descubrir que había jugado con las letras de su apellido para ponerle nombre a este personaje, también escritor como él). Desde entonces he ido leyendo, reconozco que de una manera desordenada, toda su obra, y unas me han gustado más y otras menos, pero todas me han interesado y siempre tengo un libro suyo pendiente de leer para que me pueda rescatar en el caso de que entrara en otra época de sopor literario.

Auster recibe muchas críticas, probablemente fundadas, que prefiere no leer pensando en su salud, de ser un escritor que se pliega a intereses comerciales, pero lo que nadie le cuestiona es su enorme capacidad para inventar historias y para contarlas de una forma amena. A mí, personalmente, no me aburre nunca…o casi nunca, porque con “Viaje por el Scriptorium” sí que lo consiguió.

El escritor, periodista y traductor Justo Navarro, dice en el prólogo de “El cuaderno rojo” “Descubrir el poder del azar es descubrir que somos terriblemente frágiles y vulnerables, que dependemos de la casualidad, que una coincidencia estúpida puede destrozarnos en un segundo”. Paul Auster en su “Diario de invierno” dice que “El mundo es caprichoso e inestable, nos pueden robar el futuro en cualquier momento”. En esta obra autobiográfica el autor constata su propia fragilidad.

Ese es el mundo de Auster, un mundo en el que el azar o la Providencia (que cada uno elija lo que prefiera, Auster elige el azar) marca nuestras vidas, pero un mundo donde la esperanza también tiene cabida y en el que se anima al lector a mantenerla, incluso en los momentos en los que estamos convencidos de que no hay salida, porque cualquier hecho aparentemente sin importancia, como una persona que conocemos o un desconocido, una llamada telefónica equivocada, algo que leemos, cualquier cosa por insignificante que pudiera parecer a primera vista, podría cambiarnos la vida, podría salvarnos. A quien le sonríe la vida no debería confiarse, ya que el azar se la podría arruinar en cualquier momento y el desesperado debería seguir buscando porque ese mismo azar podría transformar su desesperanza en felicidad.

Paul Auster tenía trece años cuando en una excursión con un grupo de exploradores se desató una tormenta. Su amigo Ralph, que se encontraba a medio metro de él, murió alcanzado por un rayo. Años más tarde, recibió una llamada telefónica durante la noche, alguien llamaba a su casa, por error, preguntando por una agencia de detectives. En aquella época Auster estaba un tanto desesperado porque no conseguía abrirse camino como escritor. Esa llamada errónea se volvió a producir la noche siguiente y esas dos llamadas equivocadas de alguien que quería hablar con un detective privado durante la noche le inspiraron su primera novela “La ciudad de cristal”. El error de un desconocido le cambió la vida. Por dos veces su padre salvó la vida milagrosamente. En la primera, el coche que conducía se caló durante una tormenta justo en el momento en el que un árbol iba a caer sobre su coche, el conductor del vehículo que lo seguía se dio cuenta y aceleró golpeándolo y desplazándolo mientras que el árbol caía en el sitio donde inicialmente se había quedado parado. En la segunda ocasión se cayó desde un tejado y unos tendederos de ropa le salvaron la vida. Cuando Paul Auster tenía cincuenta y cinco años, un coche impactó con fuerza contra el suyo. Su sólido Toyota quedó para el desguace y milagrosamente ni a él ni a su mujer ni a su hija, que también viajaban en el coche, les ocurrió nada. Ese azar, o ese ángel, como alguien le dijo, ha marcado su vida y la vida de los personajes de sus novelas.

La vulnerabilidad y fragilidad de nuestras vidas a la que hace referencia Justo Navarro y que Auster ha experimentado y trasladado a muchos de los protagonistas de sus obras es, quizás, la que le hace sentirse inseguro, tal como confiesa en su “Diario de invierno”, se siente débil hasta el punto de sufrir unos ataques de pánico que le ponen al borde de la muerte. No se siente un hombre duro, humildemente reconoce que no es, precisamente, un héroe.

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La ciudad de cristal. Primera edición en español. Año 1988

Me ha resultado interesante leer el “Diario de invierno” aunque me ha sorprendido que lo haya escrito en segunda persona. ¿Qué ha pretendido con ese tú cuando se refiere a sí mismo? Quizás la clave esté en el primer párrafo del libro:

Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona del mundo a quien jamás ocurrirán esas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro”.

Es verdad que vivimos pensando que lo que le ocurre a los demás, especialmente si es malo, nunca nos ocurrirá a nosotros, hasta que llega un día en el que también nos ocurre. En este libro Paul Auster nos relata fragmentos de su vida pero, quizás, pretenda decirnos con esta narración en segunda persona que no tendría por qué diferir gran cosa de la vida de la persona que está leyendo el libro, que ha sido la casualidad la causante de que los hechos narrados le hayan ocurrido a él y no a ti. No hace mención en el libro a premios literarios, ni éxitos profesionales, habla de sus sentimientos, de su relación con los padres, de sus amores y desamores, de los momentos de soledad, de las casas donde vivió, de sus momentos de debilidad y de los de fortaleza, nos habla de experiencias y sentimientos que no son ajenos a los de otros seres humanos, aunque sus circunstancias hayan sido distintas.

Pero, la verdad es que, si no eres un novelista de éxito, judío neoyorquino casado con una brillante escritora luterana de Minnesota de ascendencia noruega, si no has padecido ladillas y gonorrea, si a los veinte años no empleaste tus ahorros en pagar el aborto de tu novia, si no has vivido en veintiuna casas a lo largo de tu vida, si tu abuela no asesinó a tu abuelo, si tu padre no murió de un infarto mientras retozaba con su novia, y si cuando tenías trece años un rayo no mató a un amigo tuyo a medio metro de distancia de ti, es difícil sentir como algo propio lo que se narra en estas memorias, por mucho que se empeñe el autor con el “tú”.

Por eso pienso que no puede ser esa la explicación. El sentido del uso de la segunda persona para sus propias memorias creo que lo podemos encontrar en otra obra de Auster, “Invisible”. En ella, un hombre gravemente enfermo le envía la primera parte de sus memorias a un antiguo amigo, escritor, al que le confiesa que se ha quedado bloqueado, que se siente incapaz de seguir escribiendo porque es demasiado fuerte, demasiado sórdido lo que tiene que contar. El amigo escritor le recomienda que ponga un poco de distancia con lo que escribe, que no use la primera persona. La recomendación funcionó y el amigo consiguió concluir sus escabrosas memorias antes de morir. No son demasiado encomiables algunas de las cosas que confiesa Paul Auster en su “Diario de invierno”, pero sin llegar al calibre de las del personaje de su novela, aunque también relata muchas que sí que me parecen dignas de admiración. Pero lo que me pregunto es que si no es capaz de utilizar el yo para contar su propia vida ¿qué necesidad tiene de contarla? ¿Por qué tiene qué escribirla? ¿Es esta confesión pública una forma de expiación? No quiero pensar que el objetivo sea ganar más dinero, porque creo que lo tiene en abundancia…aunque, pensándolo bien, hay gente insaciable.

Trause

Abril 2012.